viernes, 19 de junio de 2009

EL TEATRO Y LAS ARTES: UN MERCADO INCIERTO

EL TEATRO Y LAS ARTES: UN MERCADO INCIERTO

“No compongo las canciones que el pueblo quiere oír
Sino las canciones que el pueblo necesita oír”
Carlinhos Brown

El gobierno nacional, a través del Ministerio de Cultura y las entidades territoriales de cultura, han venido planteando a los artistas y gestores culturales, desde hace varios años, una terminología (entre comillas, a partir de ahora) para ir introduciendo su política neoliberal, también en el ámbito de lo artístico y cultural, como lo han logrado con la salud y lo están haciendo con la educación, en un esfuerzo de dar carácter de “sectores de la economía” a nuestros derechos fundamentales y zafarse así de su responsabilidad como Estado.

Es el predominio de la visión de negocios sobre lo social que, para el caso de la cultura, las artes, y el teatro, se manifiestan abiertamente en el proyecto de ley 278 de 2009, Por el cual se formaliza el sector del espectáculo público en las artes escénicas y se dictan otras disposiciones, presentado por la Ministra de Cultura, Paula Moreno y el Representante Simón Gaviria a la Comisión Tercera de la Cámara, la cual, curiosamente no tiene entre sus competencias absolutamente nada que ver con el fomento a las artes y la cultura, sino con actividad financiera, hacienda e impuestos.

Términos como “proyecto”, aceptado con inocencia para referirse a cualquier creación por los mismos artistas, vistos ahora como “productores escénicos”, han allanado el camino para “formalizar” el “mercado” de las actividades artísticas y culturales o “espectáculos públicos en las artes escénicas” de la “industria cultural”. Habían ya añadido a su glosario “proyecto auto-sostenible” y “proyecto cofinanciado”, que dan cuenta de la obligatoriedad que tienen los artistas de demostrar una paradoja: que los artistas no necesitan apoyo económico por parte del Estado para cumplir con su “proyecto” y, poder así acceder a recursos estatales (que no necesitan según la paradoja), bien porque los artistas tienen suficiente “capital” para llevar a término sus obras o bien porque el capital privado aporta para la realización de las mismas, delegando la responsabilidad del “desarrollo” artístico y cultural, primero, al artista, segundo, al capital privado y, por último, al Estado.

Para ello han reformado la Constitución Política, y la Ley General de la Cultura, que obligaba al Estado al fomento de las artes y la cultura, sin condicionamientos, pero que ahora ofrece “incentivos tributarios” a las empresas privadas que aporten a los “proyectos” culturales y que pretende, con este proyecto de ley, recaudar impuestos de todos los “espectáculos públicos”, incluso de los gratuitos, poniendo a la par con “megaeventos” y “megaconciertos” multimillonarios, a cualquier manifestación artística y cultural, por modesta (en términos económicos) que sea.

Es cierto que, como toda actividad humana, las artes y el teatro hacen parte de toda la maquinaria socioeconómica, como pueden hacer parte de cualquier mecanismo, las rejillas de ventilación. Pero no son las artes en general, mucho menos el teatro, ni combustible, ni engranaje o pieza fundamental para el monstruoso autómata del mercado de la visión neoliberal.

Por otro lado, cualquier expresión artística, incluyendo al teatro, no tiene porqué obedecer únicamente a lo que un mercado demande, no solo por el riesgo de convertirse exclusivamente en divertimento o en lúdica didáctica, sino porque ya no primaría su función primordial, la estética, siendo desplazada por una función económica: la intención de los artistas al escribir libros, al pintar cuadros, al componer música, al poner obras en escena, sería prácticamente la de “satisfacer la demanda” con las “metas” de, como mínimo, hacer su “proyecto sostenible” o en el mejor de los casos un “blockbuster” o un “éxito taquillero”.

Eugenio Barba dice del teatro que es como esas plantas cuyas hojas, raíces o frutos no son comestibles, como árboles cuya madera no sirve para construir, no funcionan para la producción humana… pero dan oxígeno” ¿Qué precio le ponemos a eso? El maderamen de las artes sirve para tallar a los personajes en las mentes de los lectores o los espectadores. Las raíces sugieren a los creadores espacios, texturas y sonidos infinitos. Las hojas pueden caer hacia arriba en el imaginario del creador. ¿Qué precio le ponemos a eso?

Decir que existen la “industria cultural” o los “productos artísticos” va más allá de reconocer que existen las necesidades humanas de ser sorprendidos, de leer, ver y escuchar historias nuevas o antiguas contadas de manera diferentes, de encontrarnos todos en torno a una misma melodía o poema, de llenar nuestra insaciable sensibilidad. Va mucho más allá de asumir que la mayoría estamos dispuestos a pagar por ello y si nos gusta, o está de moda o tiene gran difusión, pedimos más y que, por tal motivo, algunos artistas alcanzan mayor reconocimiento que otros, no solo de nombre, sino económico.

Por eso, conciertos de Andrea Bocelli, de Britney Spears o de Jorge Celedón mueven millones de euros, dólares o pesos. Por eso esperamos, unos más que otros, la próxima película de Spielberg, de Tom Cruise de Angelina Jolie o de RCN. Por eso no es de extrañar que encontremos a un Botero en la Plaza Duomo de Milán, que García Márquez esté traducido a 29 o 31 idiomas o que el Cirque du Soleil se haya establecido en Las Vegas, Meca no solo del juego, sino del “espectáculo”.

Pero encasillar la creación artística como un “sector de la economía”, pretender que todos los artistas son “productores” y todas las piezas de arte “productos” va demasiado lejos. En el caso de un arte del tiempo y el movimiento en el espacio, como el teatro, la distancia se hace mucho más marcada: toda función es una pieza única, así sea la misma obra dramática presentada o representada en el mismo escenario, con los mismos actores y actrices incluso con la posibilidad casi remota del mismo público. “Industrias” que se “sostienen” con productos que son pieza única son escasas y suntuosas, elitistas, como los Ferrari y los Versace.

Incluso otras artes vistas como “industria” siempre tendrá problemas con los Peter Greenaway, Jean Luc-Godard, o Nagisa Oshima, en la industria del cine o; el caso del mercado del libro, que privilegia autores que no escriben literatura o autores “boom” por encima de autores preferidos por círculos literarios, pero no por la “industria del libro”.

El ejemplo de la obra pictórica como de “producto” es muy aclaratorio, en especial si tomamos a uno de los pintores más importante en los últimos tiempos: Vincent Van Gogh, cuyas obras resultan ser de los “productos” más “exitosos” en el “mercado” de la “industria cultural”, v.g. Los Girasoles, vendido en la fabulosa suma de U$ 39.921.750, prácticamente la mitad del presupuesto del Ministerio de Cultura para 2008. Ante tal cifra, alguien pudiera afirmar que, en efecto, el arte es un “sector de la economía” que mueve enormes “capitales”.

Sin embargo, el mercado no tiene nada que ver en sí, ni con los artistas, ni con el arte. Tiene que ver más con una estructura ajena, edificada por especuladores, tangencial, muchas veces paralela, y casi siempre remota, con respecto a un número muy reducido de artistas y sus obras. Y el caso de Van Gogh ilustra más, si sabemos que fue una compañía, Christie’s, y no un artista, la primera beneficiada del negocio; que Yasuo Goto, su comprador, descuenta de sus impuestos una cifra enorme cada año gracias a las “inversiones” en el Seiji Togo Yasuda Memorial Museum of Modern Art de Tokyo, y si además; sabemos que Van Gogh murió en condiciones de miseria; que dependía de la caridad de su hermano Teo para sobrevivir y para adquirir los materiales; que su “proyecto” no era “sostenible”; que el “mercado” de su momento no estaba interesado en su “oferta” artística, menos pensada como “producto”, más como propuesta estética, sin obedecer a lo que la “demanda” requería en su momento, por el contrario, en total oposición a la misma. Concebir un producto así en el mercado es más que terquedad, es una actitud suicida.

En últimas, pertenece al público, al pueblo, la decisión de asistir o “comprar” fórmulas artísticas que funcionan para la economía y por lo tanto tienen la difusión de los medios o, decidir si mira también el arte que aún no tiene público.

Decidirá el capital privado si apoya o no a los procesos artísticos o a los “productos” acabados, si lo hace con altruismo o como una inversión, si lo hace con propósitos lúdicos, para entretener a sus empleados y/o consumidores o con propósitos didácticos acordes con su visión empresarial o con propósitos propagandísticos, o si lo hace respetando la autonomía de los artistas.

Corresponde entonces a los artistas, ubicar su lugar en la sociedad, en ese sitio que toca al mercado, o se mete en él, o se somete a él, o lo sacude, o lo critica, o va en su contra, o lo repudia y se margina para volver a tocarlo con el riesgo de ser explotado.

Concierne al Estado velar por el arte y la cultura y no sólo por el mercado, sobre todo si su tesis neoliberal es que los mercados se auto regulan y no necesitan su intervención, mucho menos para ayudarlo al despojo de lo artístico y cultural en pro de la espectacularidad de las artes masificadas e industrializadas, como pretende con este proyecto de ley.


William Hurtado Gómez, junio de 2009